Santiago Álvarez de Mon, Expansión 27.03.2020
Segunda semana de encierro, se palpan las posibilidades y límites de las nuevas tecnologías. ¿Se imaginan este aislamiento sin los diferentes dispositivos que nos permiten estar en contacto con familiares, amigos, compañeros de trabajo, clientes? Sin ellos, la soledad probablemente mostraría su lado más feo, empujándonos a un desierto abrumador. Gracias a la Red podemos charlar con nuestros seres queridos, sacar trabajo adelante, amén de disfrutar de vídeos y mensajes donde muchas personas muestran su veta más artística, humorística, solidaria. La otra cara de esta realidad es que ningún medio puede sustituir un abrazo hondo, sincero, una conversación donde corazones y mentes se encuentran, donde las miradas dicen cosas, los silencios gritan. Animales sociales, físicos, de carne y hueso, lo digital no es nuestra patria natural. Un ejemplo, las clases online cumplen una función estratégica, decisiva, complementaria, pero tanto profesores como alumnos echan de menos el aula, lugar donde el lenguaje corporal de unos y otros despliega todo su arsenal comunicativo, su potencial educativo.
La lectura es uno de los placeres del alma; sin libros que alimentan todo sería distinto. Estos días he vuelto sobre algunos que comparto gustosamente. En Una pena en observación, C. S. Lewis cuenta la etapa de su vida que se enamora de una norteamericana mucho más joven que él. Su muerte por cáncer le sumió en un dolor inefable. En Tierras de penumbra, Richard Attenborough, con un magnífico Anthony Hopkins en el papel del escritor, la llevó al cine. En un momento dado, la herida todavía abierta, confiesa: “No soy capaz de encontrar asiento, ando nervioso. Antes no llegaba a tiempo para nada. Ahora no hay nada más que tiempo. Tiempo en estado casi puro, una vacía continuidad”. Espacio y tiempo, las dos barras sobre las que ejercitarnos en el difícil arte de vivir, se ven estos días sacudidas. Aislados, entorno reducido, la cadencia de nuestros días se ha visto drásticamente alterada. Antes siempre corriendo entre atascos de tráfico, viajes, reuniones, comidas de trabajo. Ahora la agenda se relaja, aparecen huecos novedosos, pausas retantes. Como a C. S. Lewis, a algunos les puede sobrar un tiempo que camina despacio.
Ernesto Sábato, en Antes del fin, recoge con elegancia y realismo nuestra inimitable relación con el tiempo. “Muchas veces me he detenido, solo en mi estudio, o con mis amigos, a cavilar sobre este tema, sobre la diferencia entre el tiempo existencial y el tiempo cronológico: este es igual para todos, aquel, lo más personal de cada hombre”. Para algunas personas las horas pasarán volando, para otros, más jóvenes, rebosantes de energía, cansinas y remolonas. Por esta razón, una virtud se revela crítica, diferencial, para una convivencia pacífica y acogedora: la paciencia. Sobre ella Allan Lokos ha escrito Patience, se lo recomiendo encarecidamente. Nada más arrancar nos regala una obviedad sabia: “Se requiere paciencia para desarrollar la paciencia.” La que no tenía el bueno de San Agustín cuando imploraba a su Dios, “Dios mío, dame paciencia, pero dámela ya”. Paciencia, ¿con quién? Con los demás, lógicamente, empezando por los más cercanos, pero para llegar a ellos hay que empezar más cerca. “La persona más difícil con la que ser paciente es uno mismo”.
Buen uso del tiempo
Constatación necesaria para una sociedad donde abundan mentalidades competitivas, cortoplacistas, perfeccionistas, en permanente consecución de metas y objetivos. Lokos nos trae una buena noticia con la que reconfortarnos. “A diferencia del tiempo, cuanto más usamos la paciencia, más tenemos”. Con el tiempo esta regla no vale; este día consumido, desperdiciado, no volverá. Hagamos buen uso del mismo con paciencia y espíritu deportivo.
Enfilando el final de esta columna no me resisto a traer a colación a mi admirado Pessoa. Curiosamente, leyendo su libro sobre el desasosiego, me invade una paz trufada de saudade. “Nuestra vida no tenía adentros. Estábamos afuera y éramos otros”. Un tiempo de adversidad y prueba como éste nos obliga a replegarnos sobre nosotros mismos, encontrar nuestro epicentro personal e irradiarnos hacia afuera para ayudar a los demás. En ese sentido, el dolor como escuela exigente no tiene rival. Alcanzamos entonces una tierra distinta. En Principios de Psicología, William James comparte su experiencia dilatada: “A menudo pienso que el mejor modo de definir el carácter de un hombre es analizar la actitud mental y moral que le permite estar más intensamente activo y vivo. En esos momentos hay una voz dentro que dice: Este soy yo”. En su inglés nativo, “This is the real me”. Desde ese original irrepetible, misterioso, no somos fotocopia, el otro, familiar, amigo, ciudadano, prójimo, aparece irremediablemente en nuestro radar. La actitud para enfrentarnos a las circunstancias es la llave maestra. Es lo único que podemos controlar. Ánimo y fuerza.
Profesor en IESE